MUJERES TRABAJADORAS


Juana López y Concepción Urbina, dos historias diferentes, un sólo objetivo: trabajar duro día a día para alimentar a una familia. Después de madrugar para elaborar los productos a vender, se preparan para recibir un día ajetreado y regresar exhaustas a sus casas.

Juana López tiene 30 años de edad y a las 10:30, en punto, de la mañana comienza a vender elotes y yoltamales en el Mercado Oriental de Managua. Sin importar el mal tiempo o que esté enferma, Juana tiene que estar todos los días de la semana en ese lugar, justo en la esquina de un tramo, cerca de donde venden chicha.

Precisamente en este momento se encuentra de pie, y frente a ella hay  20 yoltamales y 17 elotes encima de una mesa de madera, aparentemente vieja debido a lo descolorida y agrietada que se ve.

Es un ambiente desagradable porque el mal olor a agua sucia, podredumbre de frutas y sudor de la gente es incesante. Además, el calor que se siente en el mercado es infernal; y es necesario decir que la temperatura aumenta cuando es mediodía, porque a esa hora es cuando llega más gente, ya sea para almorzar o simplemente comprar.

El trabajo de esta mujer es agotador, pero no es complicado, solamente tiene que atender a los compradores, meter en una bolsa lo es elotes o yoltamales y dar, si es necesario, el vuelto del dinero. Este proceso es el mismo de siempre y se repite una y otra vez.

Juana es una señora pobre, es morena, no es alta, pero tampoco es baja, es un poco gorda, aparenta tener 40 años y no 30, posiblemente se deba a los golpes que le ha dado la vida. Es importante destacar que podría parecerse a muchas de las vendedoras que hay en el mercado, pero tiene algo que le permite diferenciarla de las demás: su carisma y bondad; pues a pesar de lo agotada que esté, siempre le sonríe y atiende con mucha humildad a la gente que le llega a comprar. 

Presenta ojeras y en sus brazos tiene algunas marcas hechas, por supuesto, por cargar los baldes llenos de elotes y yoltamales. Su cabello es negro y le comienzan a salir unas pocas canas, resultado de la vejez que se adelantó unos años debido al ajetreo de vender todos los días, además, su camisa floreada y el delantal rojo con blanco-amarillento le da un aspecto de mujer cansada.

Juana nació en Nagarote, León, pero actualmente vive en el Barrio Rubén Darío, Managua, con sus 4 hijos y su esposo, Roberto, quien trabaja como vigilante y ayuda con los gastos de la casa, aportando los 300 córdobas que gana semanalmente en su trabajo.

Siempre soñó con ser ingeniera, pero por las circunstancias de la vida sólo cursó hasta el primer año de secundaria, empezando así a trabajar a los 13 años. El motivo de trabajar a temprana edad fue porque a su mamá le detectaron un tumor gigante en su matriz y siempre iba a parar al hospital por las hemorragias que presentaba. Desde entonces, Juana trabaja para ayudarle a su mamá y sacar adelante a su familia.

Se levanta muy temprano, un poco antes de las 5 de la mañana, para pelar los elotes, hacer yoltamales, ponerlos a cocer, dejar lista la comida de sus hijos y limpiar la casa. A esa hora no hay ruidos que perturben la tranquilidad de las personas y es un clima cómodo para realizar los oficios.

Después de bañarse y vestirse, Juana sale a las 8 de la mañana y toma el primer bus que la lleve directo al Mercado Oriental. Estando ahí, instala la mesa vieja y acomoda los elotes, que están en el balde, en una descolorida pana café. En este trajín llega hasta las 10:30 de la mañana que es cuando ya empieza a vender.

No tiene descanso, hasta la hora de almuerzo, si es que ha conseguido suficiente dinero como para poder ir a comer.

Al finalizar el día, dan las 5 de la tarde y Juana empieza a empacar sus calaches, aún faltaron por vender 2 elotes, pero ella dice que no siempre se gana en la vida. Una vez empacado todo, Juana se retira con los pies inflamados, sudada y desesperada por llegar a descansar a su casa.

Para Concepción Urbina la historia es completamente distinta. Se levanta desde las 3:30 de la mañana a elaborar los atoles, dejar hecha la comida de sus 7 hijos y alistarse para salir a las 6 de la mañana en el primer microbús de Masaya que la lleve a Managua y luego montarse en otro bus que vaya directamente al Mercado Oriental.

Son las 9 de la mañana y Concepción ya está lista para empezar a vender. Ya tiene su mesa blanca, de plástico, afuera; los atoles están perfectamente acomodados sobre una pana grande celeste que se encuentra encima de la mesa.

A la par de la mesa hay un mueble pequeño de madera, bastante antiguo, con una rendija en medio para que la gente que pase le eche monedas y dinero, si es posible. Encima del mueble hay una cuadro que tiene estampado a la Preciosísima Sangre de Jesucristo.

El ambiente en el que trabaja Concepción es completamente diferente al que está Juana, es más “relajado”, porque ella está sentada, ahí no hay malos olores que perturben la venta, al contrario, el exquisito aroma a canela es permanente, debido a que a muy pocos pasos de donde se encuentra ella hay un gran tramo donde venden clavo de olor, canela, miel, pimienta negra, jengibre molido y otros productos. Además, en el lugar donde permanece corre un poco más de aire porque el techo oxidado tiene una grieta de casi 30 centímetros.

Le va muy bien en su trabajo, son pocas las veces que no se le venden todos los atoles. Sin embargo, apenas le alcanza para darles lo necesario a sus 7 hijos, por el simple hecho de que diario hace 150 bolsas de atoles como máximo, para venderlos a 3 córdobas cada uno. Además, dice que tiene que gastar en medicamentos porque se enferma de la garganta por gritar todo el tiempo: “Atol, atol, ¿Va a querer atol?”

Concepción es una señora de 39 años de edad, tiene el pelo largo y liso, pero generalmente lo usa amarrado con colas o prensa pelos, tiene ojos café oscuro, es obesa y de baja estatura. Su piel es morena y tiene una gran cantidad de lunares en su pierna que quizás al intentar contarlos  se perdería la cuenta. No usa delantal, pero lo reemplaza una bolsa plástica amarilla que se coloca justo debajo de la cintura.

No tiene un carácter agradable, nadie la culpa, porque seguramente se debe a que está cansada de lo mismo de siempre o simplemente sea porque dicen que a esa edad es cuando el mal carácter  se apodera de la gente.

Vive en el Barrio San Francisco en Masaya, con sus 7 hijos. Sus dos hijos mayores de 20 y 23 años son los que cuidan a los hermanos menores y es gracias a ellos que Concepción puede salir un poco más tranquila a vender en el mercado. Concepción estudió hasta segundo grado porque la situación económica de su casa agravó cuando su mamá quedó desempleada y entonces se vio obligada a salir a trabajar lejos para poder sobrevivir.

Una señora de casi 40 años, con los pies bien puestos en la tierra y entristecida por su destino dice que a partir de que comenzó a trabajar sus esperanzas y sus sueños se fueron al carajo y que hasta la fecha no está interesada en retomar sus estudios o tomar algún curso rápido.

“Ya estoy en lo que estoy, aunque me dieran la oportunidad de estudiar no la aceptaría porque mi responsabilidad es llevar el sustento de mis chigüines, si no trabajo yo, no tendremos que comer”.

Es inevitable que la tristeza te invada cuando ésta mujer te habla de su infancia y lo que sufre con este trabajo. El desaliento y la tristeza se reflejan en sus ojos, pues no es eso lo que soñó ser, pero en realidad no tuvo tiempo de soñar porque ni tiempo le dio de a tercer grado llegar.

Es normal que Concepción se sienta así de infeliz e impotente, ¿Y quién estaría feliz al no poder siquiera jugar con sus amigos o juguetes de la infancia? Pero a pesar de su mala suerte ha demostrado ser una mujer valiente y un ejemplo a seguir por sacar adelante a su familia, sin importar los obstáculos que se le presenten.

Finalmente son las 4 de la tarde y ya se vendieron todos los atoles. Concepción empieza a empacar para llegar a descansar a su casa, aunque dice que todavía le quedan 3 horas de camino porque llega a su casa cuando ya esta oscuro, casi a las 7 de la noche, porque se le hace imposible estar antes debido a que no siempre pasan los buses a tiempo y si pasan, ni se detienen.

Juana López y Concepción Urbina, dos historias diferentes, un solo objetivo: trabajar duro día a día para alimentar a una familia. Después de madrugar para elaborar los productos a vender, se preparan para recibir un día ajetreado y regresar exhaustas a sus casas. ¿Cuántas madres como ellas habrán en el mundo, que hacen todo por el pan de cada día de su familia? Eso jamás podrá saberse. Lo que sí se sabe es que la pobreza que se vive en Nicaragua es crítica, tanto así que nos obliga a salir de nuestras casas e incluso de nuestra ciudad para conseguir un salario, aunque sea inestable como el de Juana y Concepción.